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Artículos en español

Santo Domingo: un contexto aglutinador.

José Manuel Noceda Fernández

Photos de JM Noceda Fernandez

Por estos días de noviembre, hace ya 29 años, Santo Domingo, en República Dominicana, vivía momentos de comprensible regocijo. Semanas atrás, el 11 de octubre, pero de 1992, el Museo de Arte Moderno de dicha ciudad (MAM), daba un paso trascendente al inaugurar la Primera Bienal de Pintura del Caribe y Centroamérica, decisión bienvenida pues tanto el uno como la otra navegaban disueltas por completo en la orfandad de las periferias culturales. A raíz de su apertura publiqué un breve artículo en la prensa local encomiando la decisión del Museo. [1]

Principiaban los noventa, con el augurio de un cercano nuevo siglo y milenio. Parte del mundo se aprestaba a conmemorar el controvertible Quinto Centenario del Descubrimiento de América o del encuentro de culturas de Europa con el Nuevo Mundo. El “Centenario vacío”, lo llamaría con acierto Eduardo Subirats. Totalmente establecidas, sesionaban dos bienales muy cerca de Quisqueya. La Bienal del Grabado Latinoamericano y del Caribe de San Juan, Puerto Rico, a cargo del Instituto de Cultura Puertorriqueña entre 1970 y 2001 —reemplazada por el concepto de Trienal Poli/Gráfica de San Juan, 2003 a la actualidad—, y la Bienal de La Habana, 1984, camino a su quinta y definitoria edición.[2]

Lejos de los circuitos centrales, desde 1992 Santo Domingo cristalizó como epicentro del arte del Caribe y Centroamérica, con una plataforma expositiva propia y estable.  De mucho debió servir la experiencia acumulada como el país antillano con mayor tradición de bienales: la Bienal Nacional, fundada en 1942 y activa hasta el presente. Como también los empeños de su director fundador, Porfirio Herrera, clave a la hora de estructurar el evento.

Con sus calles bulliciosas, el merengue alucinante en cada esquina, su gente extrovertida y los vendedores ambulantes de frutas tropicales, la capital dominicana asumió la encomienda promocional y unificadora anhelada durante decenios. Meses después, bajo el auspicio de la UNESCO, Curazao inaugura Carib Art en 1993, muestra colectiva apreciable en el empeño pionero por favorecer la visibilidad del arte del Caribe. 

1-Impresión a gran escala de la identidad gráfica de la I Trienal Internacional del Caribe, 2010, emplazada en la fachada del MAM. A  su alrededor, la instalación Casa tomada, 2008, del artista colombiano Rafael Gómez Barros, con más de 300 esculturas de hormigas.

2-Panel dentro de las sesiones teóricas. De derecha a izquierda Amable López Meléndez, Orlando Britto Jinorio, Consuelo Ciscar, Yacoubá Konaté y José Manuel Noceda Fernández.

La bienal atrajo a artistas, críticos, galeristas, editores de revistas especializadas y a algún que otro despistado dealer. Representó una gran festividad para el arte, aunque suene a frase manida. En las salas del MAM uno podía confluir e intercambiar ideas con creadores, colegas y amigos; en síntesis: actualizarse. A la par de las exposiciones, reconocidos académicos y expertos impartían conferencias y paneles en el teatro del edificio. Habituales a ella fueron José Pérez Mesa y Haydée Venegas (Puerto Rico), Raquel Tibol (México), Llilian Llanes Godoy, Yolanda Wood y Dominica Ojeda (Cuba), Dominique Brebion (Martinica), Alissandra Cummins (Barbados), Delia Blanco (República Dominicana-España), Bonnie de García (Honduras), Rodolfo Molina (El Salvador), entre tantos otros.  Luego sumaría como nuevos convidados a Antonio Zaya y María Lluisa Borrás, comisarios de Caribe insular. Exclusión fragmentación, paraíso, Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo,  Badajoz, España (itinerante), 1998,una de las primeras megaexposiciones del arte contemporáneo del Caribe, bien diferente al  ejercicio brumoso y nada afortunado de Caribbean Vision, 1995.

Raúl Recio (República Dominicana). Pintura de tres horas y Homenaje a nadie, 1992, pintura instalada, dimensiones variables.

Cumplió el cometido de enlace o puente a la hora de concertar sueños y colaboraciones futuras entre diferentes actores e instituciones con inquietudes afines. En su suelo, por poner un ejemplo cercano, Llilian LLanes Godoy, exdirectora fundadora del Centro Wifredo Lam y la Bienal de La Habana invitada en calidad de jurado internacional, interactuó con homólogos de otros lares. En 1992 Evelino Fingal, al frente del Instituto de Cultura de Aruba y el artista y pedagogo Elvis López contactan con ella allí. En las conversaciones acuerdan la prospección curatorial en esa ignota isla de la zona de influencia holandesa, con un Status aparte, y fructifica la invitación de tres de sus artistas a la Quinta Bienal.

A la hora de escribir sobre Santo Domingo fui en extremo crítico con no pocos de sus postulados.[3]  En primer lugar, constituía una derivación —se afirma que ninguna bienal escapa a razones de marketing cultural en beneficio de la ciudad anfitriona, o de condicionamientos extrartísticos— de la entusiasta agenda pro Quinto Centenario del gobierno de Joaquín Balaguer, lastre de por si insoslayable en su desempeño ulterior.

Era una bienal modelada en exclusivo para la pintura –como lo fuera por años la Bienal de Cuenca, Ecuador–, hasta cierto punto entendible al lidiar con un contexto insular de arraigo pictórico por antonomasia. Cada isla o país tenía la potestad de designar un curador local responsable de elegir entre seis y doce artistas. La polémica jugada en favor de una hipotética horizontalidad solo sacó a relucir la descomunal fisura entre el Caribe continental y las Antillas Mayores con relación a no pocos de los pequeños enclaves insulares. Dolor de cabezas para un jurado competente con la tarea de premiar tanto a los artistas como a las tres mejores representaciones por países. Estas y otras contradicciones saltaron a la vista desde sus ediciones inaugurales.

Jorge Pineda (República Dominicana). FOR SALE, La casa de Mario Merz, 2010, instalación, 160 x 180 x 180 cms.

Lógica aparte, la bienal perseveraba en criterios demasiado tradicionales como mal de fondo. Años atrás, suscribí que se alineaba, metafóricamente hablando, con el aura de aquellos salones ubicados en el Salón Carré del Louvre de mediados del siglo XIX, donde todo entraba, y que como expresara Francisco Calvo Serraller provocaran serias fracturas entre artistas, público y la crítica. Vale destacar cómo para entonces una nueva sensibilidad revelaba sus credenciales en el Caribe todo con herramientas lingüístico-conceptuales inéditas.[4] La pintura cedía progresivamente su rol dominante sin perder su valor y prestancia —no pocos pintores insistieron en ella con aires de renovación—, para convivir con alternativas más al día. La Bienal de La Habana siguió con atenta mirada esas nuevas orientaciones. [5] Jamás impuso camisa de fuerza alguna a los invitados de su vecindad. Ya que hablamos de Santo Domingo, Silvano Lora, un hijo de esa tierra, expuso una obra considerada arte objeto con base en el reciclaje en la misma primera Bienal.

Stanley Greaves (Guyana-Barbados). There is a meeting here tonight, acrílico sobre papel.
 

Con el paso del tiempo he aprendido a sopesar mejor a Santo Domingo. Con él, sus organizadores introdujeron loables ajustes también. Entre 2000 y 2004, Sara Hermann sustituye al frente del MAM y del evento al desaparecido Porfirio Herrera. En el 2000 el equipo de trabajo reorienta las bases curatoriales hacia su total apertura al suprimir el “apellido” de pintura de su enunciado, sin poner coto alguno a las disciplinas y prácticas en uso en la región. A la vez, aparta a un lado los falsos anhelos de masividad e igualitarismo en la selección de los invitados, culpables de remarcar las desproporciones históricas entre los territorios dueños de una tradición tangible y los enclaves con una progresión en ciernes. Colegiar mejor las preferencias  curatoriales de los expertos con las aspiraciones del equipo de la bienal redujo el riesgo latente de un rumbo dispar en cada envío.

Lucía Madriz (Costa Rica). Fiat Panic, 2008, instalación, 400 cms de diámetro.

En 2003 la Bienal convoca a su última versión. Tras un largo compás de espera, bajo la conducción de María Elena Ditrén y el liderazgo de avezados curadores como Amable López Meléndez, el Museo relanza el evento como Trienal Internacional del Caribe —ya existía la experiencia puertorriqueña de la Trienal Poli/Gráfica de San Juan—, en consonancia con el nombramiento de Santo Domingo como Capital Americana de la Cultura 2010. Lamentablemente no tuvo continuidad. La primera y única edición abre en septiembre del 2010 bajo el tema “Arte + Medio Ambiente”.

Situando el evento en perspectiva, la trienal no ignoró los aportes probables de la bienal precedente. Dentro de las diversas definiciones sobre el Caribe, región porosa y cambiante sometida a taxonomías disímiles a lo largo de su historia, como sostienen diversos autores, los organizadores optan por la noción del Gran Caribe e integran en su radio de acción a las Antillas, Centroamérica, el sur de los Estados Unidos, México y el norte de la América del Sur.   

Con el relanzamiento enmiendan no pocas imprecisiones dejadas por su predecesora. Renuevan ostensiblemente la metodología curatorial. Dejan atrás el modelo de bienal supeditado a las decisiones variopintas de más de una treintena de críticos y galeristas  y a un criterio curatorial equitativo cuestionable. El comité organizador subdividió al Caribe en zonas geolingüísticas y territoriales e invitó a cinco curadores, cuatro extranjeros y uno dominicano, a concebir la propuesta de cada una de ellas – Dominique Brebion para el Caribe francófono; Jennifer Smit para el Caribe holandés; Danilo de los Santos para el Caribe hispano; Jorge  Gutiérrez para el Gran Caribe, desde la Florida, México hasta Venezuela y Colombia, y quien escribe para Centroamérica. El comité curatorial del Museo se reservó la curaduría del Caribe anglófono–. El hecho de que los curadores del Museo actuaran como filtro al conservar en sus manos la última palabra, viabilizó mayor coherencia en los resultados expositivos. Sustituir la misión atribuida a especialistas nacionales por un selecto comité curatorial y por el equipo de expertos del museo, evitó definitivamente la anarquía de micro selecciones sin un principio articulador.

Albert Chong (Jamaica) Victim of Mass Extintion, 2010, fotografía en forma de mosaico, 152.4 x 152.4 cms.

Mantuvo además, los controvertidos premios dentro de su plataforma, aunque introdujo variantes acertadas en su concepción.[6] Estipuló solo tres premios, uno editorial consistente en la publicación de un libro; un premio de exhibición, con una muestra en sede del evento y como tercer estímulo, una beca de creación, con la pasantía de un mes de trabajo en el Museo. Esos galardones significaron incentivos palpables con dividendos tangibles para sus merecedores.

Miguelina Rivera (República Dominicana). En tu piel, 2009, instalación, 175 x 42 x 37 cms. Premio de Exhibición.

En su dupla bienal-trienal, Santo Domingo conformó con San Juan y La Habana una triada de lujo para el arte contemporáneo del Caribe y Centroamérica. Se le añora en la escena visual regional. Las circunstancias actuales difieren. Las ferias al estilo Art Basel Miami entran al ruedo con ímpetu en los circuíos del arte. Al mismo tiempo, el furor bienalístico conduce a islas y países del área a inaugurar sus propios espacios: la National Gallery de Jamaica expande su National Biennial; florecen la Biennale Internationale d’Art Contemporain de Martinica, así como la Ghetto Biennial en Haití; Aruba convidó a un Encuentro Bienal en 2012; otro territorio francófono perfila la postergada Primera Bienal Transcontinental de Guadalupe. Venezuela realiza una Bienal del Sur.

Pepón Osorio (Puerto Rico) Las Twines, 1998, instalación, 248.92 x 152.4 x 60.96 cms.

En igual dirección, no se puede desconocer la valía de una red de bienales con sede en Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, que tributaban a una Bienal del Istmo Centroamericano itinerante por ellos, activa y fértil años atrás. Mientras, algunos artistas simultanean sus experiencias creativas con la de gestores, fundan academias o plataformas alternativas autosustentables y contribuyen al conocimiento de los jóvenes valores. Y la presencia de actores caribeños y centroamericanos en las redes sociales es notoria.

Marcel Pinas (Suriname). Tjai a ede (oracle), 2008, instalación, 500 x 220 x 50 cms.

Pero en 1992 la difusión del arte del Caribe y Centroamérica estaba prácticamente en cero, huérfana de las políticas y los espacios promocionales imprescindibles.[7] Por justicia, Santo Domingo debe verse en el lapso espacio-temporal correspondiente como iniciativa que dejó una huella profunda en artistas, curadores, galeristas, directores de museo y gestores culturales. Fue un entorno vital, aglutinador, dispuesto por completo hacia la contemporaneidad artística caribeña y centroamericana, con manifiesto impacto en las audiencias y los públicos especializados. A 29 años de aquella fecha fundacional, la cita perdura injustamente en el olvido.[8] Curadores, críticos e historiadores de arte, deben volver una y otra vez sobre ese complejo bienal-trienal dentro de la genealogía de los megaeventos con asiento en la Cuenca del Caribe. Profundizar en sus virtudes o vacíos, sus luces y sus sombras. Evaluar las ganancias y contribuciones en la metamorfosis de una zona geocultural, hasta entonces apartada a la orilla del camino, en una escena dinámica, informada y con mayor movilidad regional e internacional.

2 Vista de una de las salas con la participación de Centroamérica.

3 Verónica Vides (El Salvador). Bordado sobre pared, 2010, instalación, dimensiones variables.

4 Tony Capellán (República Dominicana). Mar Caribe, 2009, instalación, dimensiones variables

5 Alida Martínez (Aruba). Mega Bite Candy (MB Candy), 2010, instalación con audio, dimensiones variables. Vista parcial de la instalación. Premio de Residencia.

6 Alida Martínez, detalle.

7 I Trienal Internacional del Caribe, 2010 5-Al fondo, la obra de José Bedia (Cuba-Estados Unidos).  El Baká, 2010, dibujo sobre la pared, dimensiones variables

8 Milton Becerra (Venezuela). Línea continua, 2008, arte objeto, 500 x 400 x 300 cms.


NOTAS y CITAS

[1] Me refiero al artículo  “El Caribe a la vista”,  Ventana, Listín Diario, Santo Domingo, República Dominicana, 11 de octubre de 1992, p. 2. El mismo se publicó gracias a la gestiones de Llilian Llanes Godoy.

[2] Sobre las mega exposiciones dedicadas al Caribe, las bienales o trienales, nacionales, disciplinares o internacionales, este autor ha publicado estas y otras ideas en varios textos, como el ya mencionado “El Caribe a la vista”; “Mirada al Caribe, desde el Caribe”, Atlántica Internacional, Las Palmas de Gran Canaria, España, no. 10, primavera, 1995, pp. 194-200; “El arte del Caribe y la alegoría de Elegguá”. Atlántica Internacional, Las Palmas de Gran Canarias, España, no. 22, invierno 1999, pp. 99-102; “La circulación internacional del Caribe”. Arte Sur, Proyecto del ALBA Cultural, no.1, 2010, p. 28-35 y “El Caribe, entre bienales”. Cuadernos Americanos, Nueva época, Ciudad de México, no, 156, abril-junio 2016, pp. 111-120.

[3] Véase “El arte del Caribe y la alegoría de Elegguá”, Op. cit.

[4] No incluyo por supuesto en esta mención al arte cubano que desde la muestra Volumen Uno, inaugurada el 14 de enero de 1981, se adelanta con creces a los procesos de renovación en la región.

[5] Invitado al evento teórico durante la Segunda Bienal de Pintura del Caribe y Centroamérica en 1994, impartí la ponencia “Hacia una nueva imagen del Caribe insular”, llamando justamente la atención sobre las señales de cambio y las nuevas orientaciones visuales, o lo que identifico como una nueva sensibilidad en la región,  ampliamente reconocidas en la cuarta y sobre todo la quinta Bienal de La Habana, edición a la que son invitados artistas consolidados junto a jóvenes emergentes entonces: Annalee Davis, Ras Akyem y Ras Ishi (Barbados), Omari Ra (Robert African Cookhorne), Everald Bronw, Albert Chong (Jamaica), Elvis López, Stan Kuiperi y Alida Martínez (Aruba), Yubi Krinidongo y Felix de Rooy, quien no asistió (Curazao), Thierry Alet (Guadalupe), Ernest Breleur (Martinica), Antonio Martorell, Víctor Vázquez, Anaida Hernández, Carlos Irizarri, Enoc Pérez (Puerto Rico), Marcos Lora —había intervenido en la cuarta bienal en 1991—, Raúl Recio, Alonso Cuevas, Martín López, Fernando Varela y el arquitecto Óscar Imber (República Dominicana), Christopher Cozier (Trinidad), entre otros.

[6] El jurado que evaluó las obras estuvo presidido por Yacoubá Konaté (Costa de Marfil), a la sazón presidente de la Asociación Internacional de Críticos de Arte AICA; lo integraron además, el curador y crítico de arte Orlando Britto Jinorio, España, hoy director del Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) de las Palmas de Gran Canaria; la profesora Michèle Dalmace, Francia; Carol Damian, exdirectora del Frost Museum, Florida, Estados Unidos y Mirna Guerrero, crítica dominicana de arte.

[7] No creo lógico contemplar aquí a la Bienal-Trienal de San Juan, con un enfoque disciplinar bien específico con poca repercusión en países con escasa tradición gráfica, a no ser Puerto Rico o Cuba, por ejemplo. Como tampoco la Bienal de La Habana, que inserta al Caribe y Centroamérica dentro de un enfoque que las excede.

[8] No me detengo en la cantidad de exposiciones colectivas de indiscutible envergadura que se suceden desde los años 90 y que han contribuido enormemente también a la circulación internacional, sobre todo del Caribe, pues muchas de ellas fueron objeto de estudio en “El arte del Caribe y la alegoría de Elegguá” y en “La circulación internacional del Caribe”, OP. Cit., o porque no constituyen el motivo de análisis en este artículo.  

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